La lógica del aprendizaje natural
El profesor E. D. Hirsh, del departamento de educación y humanidades de la Universidad de Virginia, es considerado en algunos círculos un preeminente educador. Sin embargo, él se opone al aprendizaje natural. En un discurso pronunciado en la Universidad de Virginia hace algunos años, dijo: “…los esquemas, tales como grupos de una combinación de edades en los que cada niño avanza a su propio compás; evaluaciones individualizada en vez de exámenes objetivas; profesores actuando como entrenadores en vez de sabios; proyectos en vez de libros de texto. Tales métodos, aunque se los han usado por décadas, rara vez funcionan bien.”
Hirsch apoya el clasicismo del siglo dieciocho, junto con el modernismo y el pragmatismo, y asevera que las metas académicas y los análisis artificiales son necesarios, junto con las instrucciones explícitas, para que el niño pueda estar preparado para vivir en la sociedad. Denuncia al aprendizaje natural acusándolo de romanticismo, y lo que llama progresismo como “una especie de teología secular que, como todas las religiones, es inherentemente resistente a toda información”.
Por supuesto que el Sr. Hirsch seguramente no tiene experiencia con la educación en casa, o “homeschooling”. Es fácil despedir cualquier cosa llamándolo una religión. Pero quisiera sugerir que el problema es aun mayor que eso. No tan solo el fervor ardiente religioso, más bien es la fuerza indomable del instinto la que impela a los proponentes del aprendizaje natural.
Es claro que los profesionales deben justificar su distinción de clase social. Pero no hay nada natural en torno al colegio, por lo cual la educación debe ser ingeniada. Mas, ¿por qué este ataque, ahora que se ha demostrado el aforado y revoltoso éxito de la comunidad de padres educadores? Sin duda fue la misma forma de pensar que nos condujo a la reciente edad oscura conductual (behavioral) instigada por B.F.Skinner—un mundo donde los bebés nacían en el quirófano, y a las madres se les enseñaba a usar leche artificial y biberones, y se les aconsejaba que los niños resultarían malcriados si les hacían caso a su llanto. Ciertamente, en tal mundo la naturaleza y los instintos maternos permanecían opuestos a las opiniones “científicas” de los educados patricios.
Muchos expertos pretenden conocer la manera de enseñar al niño, pero ¿sabrán educarlo? Quizás el profesionalismo es también una forma de religión. Se requiere una fe siega para creer que quitando al niño de sus padres y obligándolo a cumplir su tiempo requerido bajo el régimen autoritario de una institución de alguna manera lo preparará para amar y servir a su prójimo y vivir su vida próspera y apaciblemente. Pero las madres saben.
Las madres saben.
Esta es la forma en que madres (y padres) instintivamente ayudamos a nuestros hijos a aprender: 1) Les proporcionamos retroalimentación. Cuando el bebé comienza a hacer gorgoritos, respondemos, imitándolo. Cuando el niño hace preguntas, le damos respuestas. Cuando el adolescente necesita nuestra confianza, le bosquejamos los límites y luego le otorgamos más espacio. ¿Cómo lo hice, Mamá? Lo hiciste bien, mijito. Vez tras vez, tras vez. Nos cuesta imaginar cuan importantes son estas reacciones. No podríamos caminar si no recibiéramos la constante retroalimentación de nuestros pies, nuestra piel, los ojos y los oídos. No podríamos hablar sin la retroalimentación del tono y el sonido de la gente en nuestro entorno, sus palabras y acento, y las muchas y repetidas respuestas a nuestros esfuerzos por comunicar con ellos.
2) Sin hacerle empeño, las madres estamos demostrando, al modelar las mismas habilidades que esperamos que nuestros hijos logren desarrollar, y les damos múltiples oportunidades para averiguar las cosas por sí mismos. Como nosotras caminamos, ellos desean aprenderlo. Puede que se caigan muchas veces, pero reconocemos que eso es parte del proceso de aprendizaje. Vamos de compras, y pronto ellos quieren tener monedas para comprar algo. Harán algunas decisiones equivocadas, pero esa es la mejor forma de aprender—cuando se trata de unas pocas monedas en vez de más tarde cuando podrían ocasionar la ruina financiera. Cuando enfrentamos una calamidad, las madres buscamos ayuda, preguntamos, comenzamos de nuevo—y nuestros hijos observan que la vida prosigue, y comienzan a comprender la forma de lograrlo.
3) En casa los niños tienen tiempo para pensar. El trabajo escolar consiste más que nada en aprender acerca de los pensamientos que tuvieron otros personajes, pero en la vida real lo que vale son tus propios pensamientos y cálculos. Tiempo para jugar, tiempo para experimentar, tiempo para estar quieto meditando—estos son los lujos que dotan al niño con habilidades de mejor raciocinio. Pero ¿cómo podrían imaginar tal proceso los profesionales que intentan la reforma educacional? El método natural no funcionaría en el laboratorio, y sería imposible empaquetar tales conceptos o impartirlos a los jóvenes maestros en forma textual.
Ejemplos de aprendizaje natural. He aquí la manera que usé para enseñar a mis hijos a leer, usando cubos con letras. Primero construimos un “tren” que consistía en alinear los cubos en orden alfabético, imaginando a la A como la máquina y la Zeta, el furgón de cola y nombrando cada letra al colocarlo. Jugaban este juego por varios días o semanas. Entonces, cuando deseaban aprender a leer, les mostraba cómo se puede hacer sílabas con los cubos: pa, pe, pi, po, pu y ma, me, mi, mo, mu. Otro día usamos los cubos para hacer palabritas: papi, pipa, mami, mima, dado, dedo, dudo, mudo, pudo, etc.
Más adelante, les mostré cómo construir frases usando los cubos (habíamos coleccionado una buena cantidad): “Mi papi mima a mi mami, Dudo que Pepe pudo, Pido que me mida, mudo” (el “que” puede aprenderse como palabra visual o memorizada). Jugábamos este juego cuando mostraban interés en leer. Si estaban listos para aprender, ya tenían la clave y podían comenzar por sí solos. Siempre que encontrasen palabras difíciles, yo les daba ejemplos para que pudieran crear una “familia” de palabras en esa categoría: guinda, guiso, queso, quiero. Conversábamos acerca de los orígenes de las palabras: “ciento” de cien, “siento” de sentir; “poso” de posar, “pozo” de hoyo o foso. Eso les ayudaba a saber su ortografía. Mis cinco hijos aprendieron a leer, pero no de la misma forma o a la misma edad. Uno logró leer recién a los nueve años mientras que otra lo logró solita, y sin ayuda mía, a los cinco años.
Más lecciones naturales.
Cuando Jesse tenía unos diez años, todavía no le interesaba desarrollar sus habilidades para escribir. Por lo tanto, cuando mostró interés en tener su propio documento para sacar libros de la biblioteca municipal, le dije que primero tendría que aprender a firmar su nombre (era necesario firmar el documento). Perdió interés. Cuando les exigía a los niños escribir notas de gratitud por los regalos recibidos de sus abuelos, las notas de Jesse solían ser breves, y copiadas de las palabras que yo le había dado como ejemplo. Sin embargo, Jesse se había mostrado un talentoso niño soprano, que participaba en un coro de varones. Tuvo el privilegio de cantar un solo con la sinfónica de nuestra ciudad. Fue un gran momento de su vida.
Concluido el concierto, lo encontré corriendo por todos lados detrás del telón, sin duda afectado por una carga de adrenalina. Para calmarlo le entregué mi programa con la sugerencia de que podría pedir autógrafos a los otros solistas y músicos, algunos de los cuales tenían fama mundial. Encantado, el chico partió corriendo a solicitar firmas, mientras que yo lo observaba desde el otro lado de la sala. Después del conductor y el tenor, llegó a la mujer soprano, quien le firmó el programa y luego le pidió que le firmara el suyo. Vi una mirada de terror cruzar su cara mientras corrió súbitamente a decirme: “Mamá, ¡ella quiere mi autógrafo!” “Debes ir a darle tu firma,” le dije. Lentamente cruzó de nuevo la sala, demorándose varios minutos en dibujar con gran esfuerzo su nombre en el programa de la señora. Empero, durante los próximos días y por un par de semanas noté con agrado que se lo pasaba ensayando su firma horas enteras, ¡por si le tocara ser famoso otra vez! La vida proporciona oportunidades para aprender todo lo que es necesario.
Ahora como adultos, mis hijos todos saben escribir. Cuando Jesse practicaba su firma, su hermano mayor nos decía que iba a esperar hasta que salieran con un aparato de mano que sin duda alguien inventaría para no tener que escribir. Y claro, ahora tiene su Palm Pilot, pero no antes de llegar a ser gerente. Tuvo que escribir muchas notas para sus jefes y empleados antes que eso. Observando la genética en la familia, llegué a comprender cuan difícil fue para algunos más que para otros. A mí también me costó mucho la caligrafía.
La “religión” del aprendizaje.
Quizás el Sr. Hirsch está en lo correcto, en cierto modo. Puede ser que el aprendizaje natural es como la religión porque, más que nada, se trata de tener fe en el niño y de aceptarlo como es. Padres confían que sus hijos aprenderán a caminar, y lo aprenden. A pesar de que uno de mis nietos comenzó a caminar recién a los 16 meses de edad, eventualmente lo hizo y ahora camina tan bien como el que comenzó a caminar a los 8 meses. Tarde o temprano los padres llegan a aceptar los dones y las flaquezas de sus hijos. Reconocen que aunque ellos mismos se habrían sacado una mala nota en alguna materia, han logrado sobrevivir a pesar de ello. Saben que sus hijos llegarán a ser exitosos y responsables adultos aunque nunca logren memorizar los capitales o las tablas de multiplicación.
A veces los adultos culpan a sus padres y profesores por no haberles exigido más, cuando se encuentran con sus flaquezas y debilidades. Piensan que por lo tanto deben ser exigentes con sus hijos. Pero temo que se verán desengañados porque nadie puede exigir el aprendizaje de habilidades y conocimientos que un niño no posee. Al final, es una elección que se hace, de aprender o no. Mis hijos fueron bastante testarudos. Al no ver ningún propósito en hacer ejercicios de caligrafía, la escritura de mi primer hijo empeoraba en vez de mejorar con los ejercicios. Finalmente comenzó a usar letra de imprenta—y yo juré que nunca obligaría a sus hermanos a pasar por tal suplicio.
Cuando su hermano Jim me llamó desde la universidad y se quejó de que le había fallado al no ser más exigente con su caligrafía, pues ahora le estaba afectando las notas, yo estaba lista con mi respuesta: “¿Exactamente cómo crees que podría haberlo hecho? Te pregunto porque tu hermano menor está siguiendo en tus pisadas.” Al hablar con su hermano se dio cuenta. “Tienes razón, Mamá,” dijo. “Fue mi elección. No fue culpa tuya, porque yo podría mejorar mi letra si le hiciera el empeño.” ¡Dulces palabras para los oídos de una madre!
Libertad y responsabilidad.
Siendo profesora de piano, he escuchado las quejas de adultos contra sus padres porque no les hicieron practicar. ¡Es como si los padres fueran culpables por la falta de perfeccionamiento de sus hijos! Cuando mi madre me obligó a practicar, llegué a odiar al piano (y comencé a estudiar violín porque realmente amaba la música). Pero ella desistió finalmente, y después de un par de años me enamoré del piano y comencé a practicar cuatro horas al día, escalas, ejercicios y todo. Puedo agradecer a mi mamá por los genes musicales y por animarme a amar la música, pero ninguna cantidad de estímulo o coacción habría producido la cantidad de práctica que escogí por mí misma para alcanzar la meta que me propuse.
Reconozco que hasta donde mis hijos tuvieron éxito, no fue lo que hice por ellos. Lo hicieron por sí mismos. Son como las plantas que crecen lo mejor que pueden, a menos que algo interfiere con este proceso, dado el sol y la lluvia necesarias. Padres que interfieren y se llevan el crédito por el “entrenamiento” de sus hijos, habrán producido especimenes interesantes tipo Bonsái, pero no podrán lograr el majestuoso crecimiento de los robles o pinos que se extienden hasta alcanzar sus proporciones naturales. Aquello ocurre porque sí, normalmente.
Muchas investigaciones han comprobado que el aprendizaje disminuye frente al estrés, la sobre—estructuración y la coacción. Los gigantes intelectuales de otras edades—Einstein, Edison, Churchill, Monet, daVinci, Mozart, G. Mistral, Schweitzer, y muchos más—o resistieron a la educación formal o fueron autodidactas, por lo general. ¿Por qué nos sorprende la falta de éxito que se demuestra en los colegios en general? Lo que debería asombrar es el tiempo que se ha tomado la sociedad en siquiera reconocer lo obstaculizado que está la educación en esas instituciones. Desesperadamente intentando reformarse, aún pierden de vista la verdadera causa de su derrota: La simple falta de libertad para aprender.
¿Es tan difícil comprender que el aprendizaje es siempre exitoso cuando ocurre en forma natural? Estando sanos, todos los bebés aprenden a caminar. No se necesita mayor entrenamiento para enseñar al niño a hablar con acento correcto su lengua materna. A la edad de tres años la mayoría de los niños pueden construir frases completas y usar expresiones con plurales o singulares, negativos o positivos, pasados o presentes, femeninos o masculinos. Todo ese aprendizaje de gramática ocurrió sin subsidios fiscales o educadores profesionales—siempre que el niño estuviere en la compañía de sus padres u otros apoderados que se tomaron el tiempo de proveerle conversación, retroalimentación, y respuestas a sus preguntas.
Al final, el movimiento mundial de la educación en familia tendrá que mostrarnos el camino de retorno a la excelencia educacional, no imitando las escuelas con sus textos y horarios sino modelando el verdadero aprendizaje natural: Padres e hijos aprendiendo juntos.